Bajo la sombra de la Giralda, que lo vio nacer, Carlos Villavieja repasa su vida y su obra mientras desayunamos en la preciosa terraza del hotel Doña María. Ahora reside en la ciudad del Turia, donde trabaja impartiendo clases de historia y teoría del arte como profesor titular en la Universitat Politècnica de València. Desde allí nos trae su novela La casa de las mujeres de Saba, para ser presentada este fin de semana en el Ateneo de Sevilla.
Sus 520 páginas se presentan salpicadas de mujeres fuertes, sanadoras y chamanas expertas en viajes astrales. Ambientada a principios del siglo XV, en plena lucha contra la expansión del imperio otomano en los Balcanes, esta entretenida novela, por momentos subyugante, nos muestra con una excelente prosa, aspectos fundamentales de la historia europea, absolutamente desconocidos para el gran público.
―¿Quiénes son las mujeres de Saba?
―En la novela, por supuesto, son una estirpe de mujeres chamanas. Cuyos orígenes se sitúan en Mesopotamia, hacia el 2000 antes de Cristo. Partiendo de este legado, la novela narra los avatares de una de estas sanadoras. Una antigua esclava en el harén del sultán turco quien, tras muchas aventuras, recala en la corte del futuro déspota de Serbia. Su llegada coincide con un momento clave de la historia europea. Los turcos se habían asentado en los Balcanes y Serbia se convertía en la frontera entre el islam y la cristiandad. Además, todo transcurre en el periodo inmediato a la muerte del sultán Bayezid, durante la guerra civil causada por el enfrentamiento de sus cuatro hijos. En este caótico escenario, la protagonista jugará un papel trascendente en el equilibrio de fuerzas.
―La protagonista se llama Senka. ¿Cómo sería en la actualidad?
―La novela está dedicada a las mujeres de mi infancia: mi madre, mi tata y mi abuela. En realidad, está dedicada a la figura de aquellas mujeres que vivieron en una época afortunadamente pasada, aunque no extinta del todo. Madres, trabajadoras, sanadoras y enseñantes, fuertes y amorosas, capaces de instaurar eso que los psicoanalistas llaman el «objeto bueno», la parte interior que nos ayuda cuando vienen mal dadas y estamos solos. Desde ese punto de vista, Senka es una mujer actual. Una mujer autosuficiente, capaz de echarse el mundo a los hombros y usar todo cuanto está en su mano para salir adelante sin traicionarse a sí misma. El reto era generar un personaje extraordinariamente moderno en el ámbito de principios del siglo XV. Creo que he logrado evitar personajes extemporáneos, encontrando las coartadas históricas que permiten sostener los rasgos eminentemente actuales.
―¿Qué papel juega la madre en el ser humano?
–Tal vez convenga aclarar que, en mi opinión, la madre no tiene por qué estar referida a la biológica, al menos no exclusivamente. También pueden ser dos figuras masculinas o dos femeninas o una tribu entera. Creo que es una instancia con muchas encarnaciones. Madre es todo aquello que transmite al niño conocimiento de humanidad. Sintetizando mucho la cuestión, diría que madre es todo cuanto nos lleva amorosamente hacia la humanidad, nos la muestra en nuestro interior y nos enseña las formas en que podemos manifestarla. Madre fundamenta en amor la seguridad en uno mismo, que libra del miedo, el más grande enemigo del ser humano. Madre capacita para el ejercicio de la auto-eficiencia, porque liberándonos del miedo permite ser plural, sin temor a nosotros dentro de nosotros.
―Entonces, ¿para qué sirve el miedo?
―El miedo hace una parte del ser humano. El ser humano nace enfrentado a una naturaleza que le es hostil en gran medida. Tal vez, solo lo que no es hostil sea madre. El miedo nos impele a la defensa, es la reacción primaria ante la hostilidad. Empieza a ser un problema cuando llega a ser incapacitante. La violencia es la forma más común de incapacitación humana debida al miedo, porque nos anula como seres creadores de medios que, interpuestos frente a la hostilidad, permiten la supervivencia más allá de ella. La violencia nos hace parte de la hostilidad. Más allá de la violencia nace la cultura. Vivir en el miedo es vivir una profunda ausencia de humanidad. Una sociedad sumida en él deviene ultraconservadora, adolece de una falta absoluta de creatividad, de transformación readaptativa.
―Tu libro habla de la invasión islámica en épocas pasadas. ¿Sigue siendo el islam una amenaza en la actualidad para occidente?
―He leído el Corán con cierto detenimiento y no lo he hallado amenazante. Además, no se puede hablar de un solo islam. Es tan plural como pueda serlo la cristiandad. Es evidente que entre las culturas judeocristiana e islámica hay profundas diferencias, pero no en la esencia de lo que consideran su verdad. El encaje del islam en las democracias modernas no ofrece más dificultades que las presentadas por las otras religiones del Libro. Las tres proclaman la virtud humana en la sumisión a Dios. Las tres necesitan de interpretación para hacerlas compatibles con las sociedades plurales. El problema en el islam, como en todas las religiones, como en todas las ideologías, aparece cuando su interpretación quiere ser monolítica, inalterable y dogmática. Donde aparece el dogma, cesa la libertad, la operatividad de lo humano, fascinada en la contemplación de la pureza. El dogma no tiene dudas de sí, nada más cabe en él y se proyecta empedernido. La humanidad necesita de la elección, que implica pluralidad. La amenaza no es el islam, sino los dogmatismos, y los hay también entre los autoproclamados progresistas ateos.
―Cambiando de tercio. Como experto en arte, ¿está denostada hoy en día la belleza?
–La tradición artística occidental, de raíz grecolatina, se asentó durante casi toda su historia en la búsqueda de la belleza canónica. Los clásicos establecían una íntima relación entre lo bueno y lo bello. La forma bella había de ser perfecta como aspecto sublime del bien. La meta del arte era la suprema belleza. El intento de mostrar las formas naturales en la mente de Dios. Hubo un momento histórico, a mediados del XVIII, que esa comprensión del arte entró en crisis. Los románticos, se opusieron en rebeldía generacional a la tradición dominante durante siglos. A partir de la rebelión romántica nada de lo humano debe ser rechazado por el artista. Lo feo, lo siniestro, lo aterrador, incluso lo repulsivo y lo abyecto han de ser también objetos del arte. El arte se abría a los abismos de lo humano. Incluso afirmaron la existencia de belleza en lo imperfecto.
―Un ejemplo claro de ello podrían ser las pinturas negras de Goya, ¿no?
―Es un gran ejemplo, sí. Esa pintura solo se entiende en el contexto romántico. El ataque a la belleza absoluta supondrá el primer gran atentado al universo estético del arte clásico. Pero no será el último. La modernidad decimonónica, hasta las vanguardias históricas del XX, mantendrán incólume su deseo de trascendencia, aunque no metafísica sino humana, y en ese discurso de lo trascendente hay coincidencia con la tradición clásica. A partir de DADA, en general, y de Duchamp en particular, el arte occidental renunciará al mantenimiento de los discursos trascendentes. Después de los años sesenta, finalmente, el arte pierde esta vocación de trascendencia, se banaliza. El último bastión de la tradición clásica occidental está muerto y olvidado. En mi opinión, la actual crisis del arte se halla en esa pérdida de los grandes temas humanos. No es una crisis estética sino ética. La vaciedad de valores, la banalidad en los contenidos, salpica el arte actual. Ante el vaciado de los discursos humanamente relevantes, a quién puede importar qué cosa ocurra en el mundo del arte. Ahora vive refugiado en el coleccionismo de élite y se llena con el valor de mercado. En definitiva, un millón de dólares no pueden equivocarse y afirman el valor de una obra sin valor humano para nadie. El arte está padeciendo una enorme crisis de valores éticos, que coincide con la existente en la sociedad occidental.
―¿Qué otras historias para escribir te rondan por la cabeza?
―Esta es la primera de cuatro novelas Ahora estoy escribiendo la segunda. La quiero tener terminada para el verano del año que viene.
―Hablando del lugar en el que nos encontramos, ¿qué te evoca Sevilla?
―En mi carné dice que soy sevillano y me considero sevillano por cuatro de mis costados. Pero por arriba y por abajo tengo que decir que me siento valenciano. Por otra parte, desde los 12 hasta los 23 pasé años en Castilla. De todas formas, la verdadera patria es la infancia, dicen, y mi infancia está aquí. Debería decir que Sevilla es mi «matria», un recuerdo extraordinariamente querido, una parte de la madre de la que antes hablábamos. Parafraseando a Machado, bien puedo decir que «mi infancia es un recuerdo de un barrio de Sevilla», un pedazo de mi corazón, aunque ya no existe en la realidad. Nací en la calle San Gregorio. Recuerdo un barrio de Santa Cruz lleno de vida y de personajes extraordinarios. Jugaba al escondite con mi primo en el interior de la Catedral… hoy día resulta impensable. Aquello era un mundo donde había carbonerías y lecherías con sus vacas y sus mujeres con delantal blanco y casas con corral. Un barrio que olía al estiércol de caballo, donde germinaba una vida hoy ausente en este parque temático en el que se ha convertido Sevilla.
―Si escribiera una novela sobre ella, ¿cómo se titularía?
―Pensando en mi identidad rota, la llamaría Herida abierta.
Entrevista de Javier Comas a Carlos Villavieja.
Foto: Gerardo Morillo.
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