III.- Propiedades éticas de la fruta.

Publicado el 12 de junio de 2024, 9:28

Cabe preguntarse ¿qué saben sobre el bien y el mal los habitantes del paraíso? Nuestros míticos primeros padres, como el animal, parecían conocer qué fruto debían comer para satisfacer sus necesidades. Para cada necesidad un fruto, un sabor, una llamada irresistible a la acción y otra para hallar la placentera sensación de saciedad.

Lo que no sabían era confundir los frutos, elegir, operar más allá del automatismo. Su acción no parecía consciente de sí. Por eso desconocían la ciencia de lo que corresponde bien y de lo que corresponde mal, que es conocimiento ético, no moral. Dicho de otra manera debemos considerar que, impelidos genéticamente hacia lo que satisface, la correspondencia automática hacía eficazmente su trabajo satisfactor. En ese mundo, la ciencia electiva era innecesaria.

Se ha de admitir que la ciencia ha ido desdibujando las rígidas fronteras que la ontología espiritualista había establecido a la hora de diferenciar entre lo animal y lo humano. Si la etología admite inteligencia y cultura entre primates, preguntándose cuánta humanidad hay en un chimpancé, no es de extrañar que la psicología, las ciencias sociales o la filosofía puedan interrogarse sobre cuánto del simio ancestral permanece aún en el ser humano.

El paraíso, escribió Erich Fromm, es un estado de unidad original con la naturaleza[1]. Identificada una categoría de lugar con otra de pensamiento, a la luz de los textos bíblicos, la salida del paraíso señala de manera poética el inicio de la vida humana, que se perfila como emancipación de la conducta sujeta a la inexorable dictadura del instinto.

Es posible que, a estas alturas de la historia, inmersos en sociedades aparentemente laicas, para muchos resulte un ejercicio de futilidad intelectual otorgar interés a un mito de origen religioso. Sin embargo, si tenemos en cuenta que sobre ese relato se fundamenta buena parte del sentido dado por nuestra cultura a lo que somos e incluso los cimientos más profundos de nuestras democracias, tal vez no debamos apresurarnos a denostar una reflexión sobre sus interpretaciones.

«Y mandó Yahveh Dios sobre el hombre diciendo: “De todo árbol del huerto comerás y del árbol del conocimiento de bien y mal no comerás, porque en el día que comas de él, morirás”»[2].

Dios parece dictar un mandato, una curiosa ley gastronómica que prohíbe la ingesta de una de las frutas del jardín bajo pena de muerte. Nuestros míticos primeros padres desobedecen y comen del fruto prohibido. No mueren de forma inmediata, son expulsados del paraíso y, eso sí, toman consciencia del carácter inexorable de su muerte. A partir de ese momento se sienten desvalidos, temerosos, desnudos. El paraíso se ha transformado en naturaleza hostil. Se han de cultivar alimentos, tejer vestidos, hacer útiles y herramientas, en definitiva, comenzar la cultura.

Leído con atención, observamos que es el narrador quien en el mito califica las palabras de Dios como mandato. Sin embargo, el discurso divino, entrecomillado, bien podría ser interpretado como una protectora advertencia profética.

Su interpretación como precepto, presente ya en el propio texto, acaba contemplando la famosa merienda a la sombra del árbol como un momento eminentemente moral. La cosa queda bien clara: el acatamiento de la voluntad paterna es bueno y tiene su correspondiente premio, la vida en el paraíso. La desobediencia al padre, por el contrario, es mala y conlleva un terrible castigo.

Para estar limpio de culpa, una concepción eminentemente represiva de la Ley opera en el dilema, exclusivamente ubicado entre la obediencia acrítica y el desastre. Conservar la Ley a toda costa para evitar el caos y la disgregación de la identidad. Desde hace más de tres mil años, la cultura judía basa su estructura social en el acatamiento de la Ley, que caracteriza a las culturas arcaicas según comenté en la entrada anterior del presente blog[3].

Las otras dos religiones del Libro, desligadas del origen cultural étnico, refuerzan este acatamiento planteando la existencia de un maravilloso premio. Un paraíso trascendido, el regreso a la paradisiaca vida eterna para cuantos permanezcan fieles a la Ley, con el consiguiente castigo de igual magnitud para los transgresores.

La cultura, y la sociedad que se le adscribe, queda delimitada por el sometimiento a la voluntad del Padre, sumisión transformada en mansedumbre ante sus portavocías, desde las cuales se dictan mandatos morales y leyes civiles.

Sobre hombres y mujeres planea siempre la sombra de un crimen cometido en la hora de nuestro fundamento. Interpretando las palabras de Dios como un mandato prohibitivo, la salida del paraíso y la entrada en la condición humana se plantea como desobediencia a la Ley de Dios. Así pues, el primordial acto de humanización se presenta como ofensa a la autoridad del Padre. En ese origen pecaminoso queda fijada la humanidad, en su inclinación al mal, que es rebeldía hacia la Ley dictada. La emigración al oeste de Edén, la expulsión de la paradisíaca casa paterna, parece ser nuestro castigo: frustrados, culpables, dolientes y malditos a causa de ser lo que somos.

Todo este pesimismo acerca de nuestra condición se diluye cuando la cuestión es considerada más allá del acatamiento o la trasgresión a la Ley. Lo que hizo humanos a nuestros míticos padres es el hecho en sí de escuchar la tentación, dar cabida a la duda, plantearse el dilema y proceder a su resolución de manera inédita. En definitiva, desoyendo el mandato o la advertencia, elegir.

La clave que desentraña el mito no parece exclusivamente moral, al menos, también es ética.

Expresados como «el bien» y «el mal», ambos conceptos aparecen categorizados de manera absoluta, proclaman la existencia tanto de un solo bien como de un solo mal. Elegir «el» bien implica acatar un concepto ya calificado como tal, establecido en un código cultural de mores y lo mismo podríamos decir en el caso de elegir «el» mal, la desobediencia a la moral establecida en la cultura. Sin embargo, la ausencia de artículos confiere al texto hebreo una posibilidad más dinámica a la categórica, una interpretación no eminentemente moral, sino ética. Elegir bien, no «el bien», puede implicar optar por la transgresión moral, pero aun así realizar una elección correcta, libre de culpabilidad para quien la toma.

En este sentido resulta reveladora la interpretación que a pie de página nos muestra la Biblia de Jerusalén sobre el mítico pasaje. Allí se nos dice:

«2 17 El conocimiento que Dios se reserva 3, 5, 22 no es la omnisciencia ni el discernimiento moral, sino la facultad de decidir lo que es bueno o malo. Al usurparlo, el hombre reniega de su estado de creatura [inocencia]. Esta rebeldía orgullosa contra Dios está expresada por la transgresión del precepto de Yahveh acerca de la fruta prohibida»[4]

La interpretación añade la soberbia al cargo de desobediencia, lo cual aumenta el peso culposo de la humana condición. Pero, lo que me parece más interesante es la reveladora esencia ética que descubre el comentarista subyacente en el proceso de humanización: apropiarse de la facultad de discernir lo que es bueno o malo. Ser como el dios bíblico, un ser ético, electivo, libre.

Por ejemplo, en la Alemania nazi, la simpatía hacia los judíos era considerada una conducta moralmente abyecta. Sin embargo, hubo personas que eligieron ayudarles. Esa elección, moralmente «mala de toda maldad», según los criterios morales imperantes en aquella sociedad, era éticamente correcta, buena, para quienes la tomaron, aunque les fuera la vida en ello, porque al ayudar a los perseguidos se sentían «bien». Ese no es un bien moralmente determinado, es un bien elegido, un bien éticamente hallado.

¿Comer o no comer el fruto del Árbol del Conocimiento? La elección no se establece exclusivamente entre el acatamiento de la ley y la transgresión del mandato sino, como advierte la perspicaz serpiente, entre el placer confortante del autómata indiferenciado y la posibilidad de ser como Dios, sabio, conocedor de la ciencia de bien y de mal, capaz de elección, creado a sí mismo por sí mismo, autodeterminado.

La esencia humana no se establece en el pecado, sino en la libertad y el origen de su angustia no es la culpa, sino la duda ubicada en lo más profundo de su naturaleza. La ausencia del mandato inapelable que nos hace autómatas. En eso radica la aspereza de la vida fuera del paraíso. La libertad nos atrae y nos da vértigo. Nos hace volar y nos pesa. Nos infunde valor y nos aterra en la inseguridad que genera no hallar guía exterior a uno mismo.

En su lectura moral del mito, la tradición judeocristiana santifica la renuncia al deseo, cuya satisfacción suele exigir la transgresión de algún mandato. La humanidad es siempre una tentación al mal y esta ha de reprimirse. Se genera así un sentido alienante del ser, un estar donde no se es plenamente, sino en estado de santa represión. Hacer el bien es acatar la ley moral, renunciar a la práctica electiva. Si la autodeterminación es culpable la represión es esencial. Sí, el sacrificio de la humanidad produce santos. Santo es todo aquel que vive eternamente en el paraíso de la aceptación, aunque sea un infierno para lo humano.

Desacato a la real condición humana, la imposición histórica de la lectura moral del mito plantea una identidad en la culpa, como único sentimiento honesto de restitución, que define el sentido del acontecer en la vida social. Fijada la esencia de humanidad en esos términos, permanece en las sombras su auténtica condición. Porque, aunque en el mito se disfrace, la desobediencia supone un acto de radical libertad. Ser humano es tomar posesión de la capacidad electiva y elegir, incluso contra la Ley del Patriarca.

El ser humano se hace frente al dilema cuando elige en libertad. Es decir, actuando según una posibilidad entre otras, conociendo las consecuencias y aceptando la responsabilidad de los actos. Sin determinismos automáticos, sin invisibles hilos manejados desde la altura, sin las dependencias del esclavo.

¡Qué extraña idea eso de situar en el centro del paraíso un alimento tóxico! Y qué comportamiento más absurdo el de quien llega a comerlo. Me recuerda al del escorpión en la famosa fábula. Fiel a su naturaleza, inocula el veneno en el lomo de la rana, aunque ello le suponga morir ahogado. Igualmente, los seres humanos buscarán la transgresión como supremo acto de libertad. Porque la libertad es nuestra naturaleza. O quizás, cuando menos, una parte de ella.

Esto me da esperanzas en la hora de las rebajas de valores democráticos. La libertad genera pluralidad, no identidades uniformes. La diversidad en las sociedades exige consensos racionales, no acatamientos ciegos a las imposiciones. La democracia no es una rareza de la historia, como en la naturaleza puedan serlo los tréboles de cuatro hojas, es el resultado cultural de la condición humana en emergencia.

Todo intento de uniformizar las sociedades está llamado al fracaso. Las identidades no pueden venir fijadas desde un poder de corte patriarcal, al menos no para todos todo el tiempo. Las transgresiones son inevitables, tan inexorables como la muerte. Por mucho que los fundamentalismos pretendan envelar la faz de la humanidad para uniformarla, nuestra naturaleza acabará arrebatándose el velo de la cara, para mostrar la infinita variedad del rostro humano.

La humanidad ha tardado 200.000 años en llegar a una convivencia donde sea posible el desarrollo de la libertad y la convivencia pacífica entre las infinitas individualidades que de ella surgen. Una identidad fijada en la aceptación de la libertad. En mí, en ti, en todos.

 

[1] Fromm, Erich: The Art of Loving, (1956). Trad. al cast. Noemi Rosenblatt, El arte de amar, Buenos Aires: Paidós, 1985, pág. 18.

[2] Génesis, 2: 16-17. El enunciado ha sido extraído de la traducción literal al castellano del texto hebreo del Códice de Leningrado, realizada por Ricardo Cerni. Antiguo Testamento interlineal hebreo-español. Vol I, Pentateuco. Barcelona: CLIE, 1990, p. 23.

[3] Véase, II.- Tabúes y transgresiones, sábado 8 de junio de 2024.

[4] Biblia de Jerusalén, Bilbao: Desclee de Brouwer, 1975, p. 7.

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